La vida interna y la vida de relación
Mucho es lo que se ha escrito y hablado respecto al comportamiento o conducta que el hombre debe observar consigo mismo y como miembro integrante de la sociedad humana, pero, en verdad, lo que no se ha dicho, es en qué forma puede conducirse dentro de sí mismo, no sólo en el sentido de alcanzar su propio conocimiento, sino en el de ser guiado por éste en la interpretación de su pensar y su sentir.
Es cierto que la cultura corriente, la ilustración y el pulimento social, permiten fijar comportamientos y normas de conducta que hacen posible y agradable el trato con los demás, pero no informan al ser acerca de su convivencia íntima consigo mismo.
Desde luego que sobre este punto, profundo de por sí, nada o muy poco habrá de comprender aquel que no haya cultivado con especial dedicación sus calidades y penetrado un tanto en las honduras de su intimidad.
En la mayoría, en quienes no se han agitado aún las inquietudes de este conocimiento, ese ser intento permanece vedado a su percepción, ya que no encuentran indicio alguno que les denuncie tal realidad, y entre ellos no faltará, sin duda, quien sonría despectivamente no atribuyendo valor a este género de reflexiones.
Sin embargo, ello no resta un ápice a la importancia que reviste esté conocimiento, el que, por otra parte, en mucho contribuye a hacer la felicidad de los que logran hacer que se prodigue sin restricciones en el escenario de su propia vida.
Para alcanzarlo, lo cual no es tarea fácil, la Logosofía enseña que hay que predisponer el espíritu, tanto como sea necesario, a ciertas condiciones de excepción que elevan al ser hacia una concepción cada vez más amplia de la vida y el mundo.
Esto significa que no pueden juzgarse con el criterio vulgar, contenidos de naturaleza superior en las formas más elevadas del pensamiento.
Existen diferencias substanciales de apreciación.
El solo acercamiento a una verdad, que en algunos casos llega a entrañar cambios fundamentales en la propia vida, suele hacer experimentar sensaciones inefables donde la ansiedad y la esperanza, al mantener por momentos en suspenso el espíritu, provocan el temor o el júbilo, en alternada reciprocidad involuntaria.
Tales serían, por ejemplo, aquellos momentos de inquietud que preceden a un descubrimiento, sea éste en el campo que fuere.
El alma se estremece de goza o de pesar según las circunstancias que rodean los hechos más importantes de la existencia.
Lo cierto es que por encima de la vida vulgar, fría e ingrata, las más de las veces se columbra una superior, que, invitándonos a penetrar en ella, nos ofrece un mundo de estímulos y dulces esperanzas.
Muy natural será, fuera de toda duda, que para que cobre, realidad este pensamiento, habrá que arrancar a la esfinge del propio destino el secreto de su enigma cómo forjando un nuevo destino mientras permanece en nosotros el misterio protector que velará nuestro secreto a los demás.
Es preferible ser un esforzado y tenaz buscador de la verdad, a perecer como esos seres incapaces, tuyas almas extenuadas por la inercia.
La vida interna tiene una particular y especial prerrogativa:
El recogimiento del ser en sí mismo o, en otras palabras, el esparcimiento del alma dentro de su mundo íntimo, donde únicamente el ser tiene acceso y donde no es permitido entrar a nadie por prohibición expresa de la Ley Suprema.
De ahí que el fuero privado deba ser sagrado e inviolable, desde que pertenece exclusivamente a los dominios de la conciencia, siendo sólo la propia voluntad quien puede exteriorizar una parte de las reflexiones íntimas si quiere ponerlas en conocimiento del semejante.
Participan de todos los actos de la vida interna aquellos pensamientos gratos al espíritu, pues cuando el ser se sumerge en ella es para encontrarse en el cálido ambiente de los tiernos recuerdos, ya que la revivencia de ellos, al par que enternece, endulza la vida y la satura de bondad.
Y si esto ocurre repetidamente, cuánto habrán de suavizarse las asperezas del camino, al tiempo que con tan inapreciable recurso se logrará hacer más grato y cordial el trato con los semejantes.
Carlos Bernardo González Pecotche
Revista Logosofía ®
Junio 1944
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